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¡Un hombre, un hombre!


Ricardo Cruz García

Y vuelves al Metro, como siempre. Cruzas el umbral y te sumerges. Otro mundo, otro clima, otra atmósfera. Puede ser Hidalgo, Insurgentes, Pantitlán, no importa. La gente avanza y choca, se regresa, esquiva, planea, se desvía, da vuelta, corre, se detiene, piensa, duda, decide, se arrepiente, corrige, camina alegre, furiosa, apresurada, triste o enojada: decenas de caras, de cabellos, de tintes, de ropa, de zapatos, tenis y tacones, de estaturas, de edades, de pieles: negra, café, blanca, percudida, tostada; de bigotes, de patillas, de aretes, de orejas, de peinados, de medias, de vestidos, de bolsas. Pero tú eres el mismo.

Llegan los olores: a calor humano, a perfumes baratos, a grasa, a ropa usada durante todo el día, a torta de jamón, a aceite quemada, a pizza, a pan masudo recién horneado; los sonidos: de tumulto, un rumor humano pero mecanizado, siempre igual, de la música tipo sala de espera, del trac-trac al girar los torniquetes, las pisadas, las suelas y los tacones sobre el piso, el sonido de los discos pirata, los roces de la ropa y las mochilas, los merolicos, las tenues pláticas, los gritos alborotados, los suspiros, los jadeos y los respiros mezclados, pero también el silencio de las miradas, esos ojos cabizbajos, negros, verdes, cafés, esas pupilas fijas, sin expresión, grises, o esos párpados cansados, o esos ojos alerta, siempre en movimiento, o esa vista que evita el contacto, o esa mirada a ningún lugar, desconectada del cerebro. Y el mutismo de los millones de pensamientos. [...]

Y también las manos: nervudas, temblorosas, delicadas, blancas finas, dedos largos, dedos gordos, con uñas vistosamente pintadas de rojo, verde, rosa, blanco, negro, despintadas; manos en los bolsillos, en el celular, en el Ipod, en el Ipod chino, en El Gráfico, otra vez en el celular, muchas en el teléfono celular.

Avanzas por el andador repleto de personajes, te topas con un albañil (notas sus manos curtidas, cenizas, sus zapatos aún con mezcla y su morral terroso), con una secretaria (su vestido tipo sastre, ropa formal pero no costosa, zapatitos lindos, ya no tan bien acicalada como al principio del día), una estudiante (lentes rojos, cabello suelto y largo, castaño, no muy peinado, un libro y su mirada absorta, su blusa pequeña, apenas planchada, jeans y una bolsita de tela ya deslavada por el uso), uno que parece oficinista (trajecito, mucho gel, zapatos boleados, reloj brillante de pulsera)… Te topas con tantos otros y miras al frente para no chocar, ahora también esquivas, planeas, codeas y sigues.

Muchos atrás de ti, muchos adelante. La mirada recta. El oído atento ante el claxonazo de ese tren. Caminas más aprisa, hay gente que te rebasa, da zancadas, se avienta. ¡Rápido, rápido! Hasta te estresas, secretas un poco de adrenalina. Los bloques naranjas están cada vez más cerca y cruzan más lento. Ya no ves sólo colores mezclados por la velocidad, ahora vislumbras cuadros que enmarcan sombras y siluetas cafés, grises, negras. Los vagones se detienen totalmente y por un segundo alcanzas a distinguir seres humanos en bola, en el apachurre cálido y sudoroso, caras rígidas, rostros sin expresión. Entonces se abren las compuertas que vomitan gente y más gente, señoronas, hombres, jóvenes que arrasan con lo que encuentran a su paso, embisten, empujan y gimen.

Estás a unos cuantos metros de la línea amarilla de precaución, ves la multitud como aplanadora que se dirige hacia ti. De pronto, tus ojos inquietos y tu mente agitada buscan una alternativa y avizoran un atajo: un corredor que también lleva a las puertas del tren pero sin tanto barullo, sin tanto aplastamiento, sin tanta muchedumbre. Retrocedes un poco y tomas ese pasillo. Ahora sí corres, corres, sujetas tu morral y corres casi saltando.

No te cuesta mucho llegar, el aviso del cierre de puertas todavía se oye dos segundos más cuando estás dentro del vagón. Viajar en el Metro es un gran desafío. Te agarras del tubo, comienza a avanzar el tren. Te sientes victorioso y cómodo; sin embargo, percibes una atmósfera extraña, te invade una sensación de rareza, como si tuvieras miles de miradas encima. Miras a tu alrededor con gesto confuso y un poco nervioso. Te das cuenta de tu grave osadía: estás en el vagón EXCLUSIVO de mujeres. Lo peor es que no sabes cómo te metiste allí.

* * *

Piensas, piensas. ¿Cómo llegaste aquí? No puede ser que hayas pasado tan fácil, siempre hay policías vigilando que los hombres no se inmiscuyan donde no deben. Ya sabes: el respeto a la mujer, su derecho a viajar libres, sin miradas lascivas sobre su cuerpo, acosos, arrempujones ni incomodidades. Estás seguro que no había ningún agente para impedirte el paso, nadie te grito ¡deténganse!, no había vallas que obstruyeran el camino, pasaste como Juanito o Pedro o Pablo por su casa. Pero el caso es que ya cruzaste la línea de lo aceptable por toda viajante subterránea. Te intentas justificar: no te diste cuenta, fueron las prisas, andabas distraído. Al parecer a estas mujeres no les importa. Son como un gremio, defienden con bravura su interés común.

Aquí eres un bicho extremadamente raro, indescriptible, uno de esos que la ciencia aún está por clasificar debido a su carácter exótico. O no, más bien un extraterrestre en un mundo habitado por mujeres con miradas que acusan, que reprimen, que inmovilizan, que hacen desear jamás haber entrado al Metro. O un forastero en un pueblo hostil. Tú tienes la culpa, te dices. No era mi intención, te defiendes.

¡Un hombre, un hombre!, exclama una dama rubia de cabello largo y un poco pecosa. Está cerca de las compuertas. El tren ha llegado a la siguiente estación. ¡Un hombre, un hombre!, señala adentro del vagón. Es un grito suave que no quiere llamar la atención, sin embargo, ya tiene seguidoras que igualmente ven con severidad al policía que tiene su codo recargado en la valla de madera que restringe la entrada a hombres, uno de esos policías que te debió impedir el paso hace unos minutos. Esperan que haga algo al respecto, pero no oye a la güera o no la quiere oír; bajo la boina azul, su rostro moreno voltea hacia otro lado, como si en el vagón contiguo pasara algo importante, sus ojos bailan, se hace como el que la Virgen le habla y el tren avanza de nuevo.

Estás mudo, no por no saber qué decir, sino del susto. Estás sudando. No te imaginas cómo sería que un policía te bajara del vagón para subirte a uno de esos donde va la masa indiferenciada, donde viajas siempre, donde no importa quién seas, donde no te tratan como a un monstruo. ¿Y si te bajas por tu propia voluntad y te metes al vagón de los machines aplastados? No, sería peor al bajar: la rechifla, los abucheos, las miradas inquisidoras y los dichos: ¡no puede ser!, ¡inmoral!, ¡por eso estamos como estamos!, ¡ya no hay respeto!, ¡poco hombre!

Mejor te quedas… aunque ya no aguantas, es mucha la presión, mucho el estrés. Francamente no sientes que sea un delito lo que estás haciendo. Vas arrinconado en una esquina del vagón, bien agarrado al tubo (las manos sudadas), no tienes a ninguna mujer cerca, no hay apachurre, hay muy pocas de pie, todas van cómodas, con su espacio delimitado, sin roces, ni siquiera las ves, tu mirada se clava en el piso. Oíste decir a Ebrard que la principal finalidad de estos espacios exclusivos de mujeres es que desaparezcan, es decir, que pronto (quién sabe cuándo) ya no sean necesarios; así que tú estás contribuyendo a eso, a que la convivencia entre géneros se dé sin problema, con mutuo respeto. Incluso la mitad de las damas del vagón no se incomodan ni les importa que estés ahí, lo toman con serenidad, te ven como un ser humano más; pero tu presencia en este lugar va contra la norma, no lo olvides.

Para acrecentar la ira de las mujeres que no quieren hombres en este su lugar, en la siguiente estación se sube otro joven, un moreno que se escabulló entre los agentes del orden sin que se percataran. Pero al entrar también se siente contrariado, no sabe lo que le espera. Las del sexo fuerte se asoman por la puerta otra vez, ya son más las que piden se respete su vagón exclusivo, y ahora son mujeres policía quienes no las oyen o no quieren oírlas. Tú haces como que te escondes, ¿pero en dónde? Te haces chiquito, dices éstas si me van a bajar, pero no, las policías están tranquis, ni se inmutan ante las mujeres que vociferan que ¡dos hombres! están con ellas. Las puertas se cierran, las gruesas llantas ruedan de nuevo.

No soportas más. Decides bajarte en la siguiente estación, donde se abren las compuertas de los dos lados. Ya no quieres estar ahí, esperas el momento adecuado para la fuga rápida y silenciosa. No quieres que piensen que te bajas porque estás intimidado (aún te sobra un poco de orgullo masculino), por más cierto que sea. Esa fuerza femenina te intimidó, lo admites, esos rostros que exigen se respete su espacio te pusieron muy nervioso. Aún sientes los ojos de todas encima y quieres dejarles la impresión más bien de que en la siguiente estación te tienes que bajar, que hasta ahí llegas, que así lo tenías planeado desde que saliste del trabajo, que tu casa ya está cerca. Afortunadamente, estás a punto de acabar con este suplicio (no exageres, no es para tanto).

En el túnel oscuro divisas la luz a lo lejos, el tren disminuye su velocidad, la bocina anuncia la próxima estación pero tú ya no quieres saber nada, sólo bajarte. Te volteas hacia la puerta para insinuar que ya te vas, que ya no te molesten. Alto total y sales como vomitado, aunque no haya ninguna multitud que te arroje hacia fuera. Corres hacia los vagones posteriores, te acuerdas de los vendedores y de cómo corren en cada parada hacia el siguiente carro del tren, pero no quieres quedarte en el vagón contiguo, ahí te verían, te seguirían viendo. Pasas dos entradas, pasas otra entrada, ves un espacio (diminuto pero suficiente) y ahí, los codos por enfrente, te clavas en la masa humana y te apretujas, sólo tienes tu cabeza despejada, todo lo demás está en contacto con partes de otras personas o con ropa, bolsas, morrales. Ya aclimatado al nuevo lugar, al calor y a los olores, te dices que de aquí eres, aquí es a donde perteneces, este es tu sitio, del que nunca debiste haber salido. A lo lejos escuchas el ruido de un vendedor ambulante, parece que es una cumbia, un disco de las mejores cumbias de la historia. Te acuerdas de tu mamá. Aunque no lo creas, estrujado y todo aquí vas más cómodo y feliz.

Publicado por Ricardo Cruz García en Ciudad íntima

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1 comentario:

  1. Hola Conozcan esta asociación civil http://bit.ly/vD49DV hace casas en comunidades marginadas con un método constructivo super innovador.

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